miércoles, 11 de marzo de 2009

En su recuerdo.Jamás os olvidaremos.5º aniversario


11 de Marzo de 2oo4. ¿ Por qué a ellos...?. ¿ Por que eligen siempre los objetivos más vulnerables..? Jamás olvidaremos ese día del mes de Marzo del 2004 y a pesar del horror vivido, nuestros padres de la patria parecen empeñados en seguir utilizando el dolor de las victimas como arma arrojadiza y sacar tajada política. Decepcionante. Después de soportar en aquellos momentos la sarta de mentiras , insidias, calumnias,etc.. Después de soportar durante 4 años la famosa "teoría de la conspiración" y oir a nuestro clarividente ex-presi: "los autores de la masacre no se encuentran en desiertos lejanos ni en montañas remotas". ¿ Que quiso decir con su declaración..? No voy a gastar un segundo más en recordar el argumentario de algunos políticos y medios de comunicación y desearía de una vez por todas volcarme en el recuerdo de los que ya no están, los que quedan con el sufrimiento por su pérdida y las buenas personas que sienten como nosotros y se solidarizan y esfuerzan en hacer una sociedad libre y tolerante en la que el fanatismo y la intransigencia no tengan cabida.


Con el permiso de mi querido amigo ALBERTO RAMOS , publico un articulo escrito por el, con motivo de este terrible acontecimiento, espero que os guste.

Silencios y llamadas


Los pájaros visitan al psiquiatra
las estrellas se olvidan de salir,
la muerte pasa en ambulancia blancas...
Pongamos que hablo de Madrid.
Cuando la muerte venga a visitarme,
no me despiertes, déjame dormir
aquí he vivido, aquí quiero quedarme...
pongamos que hablo de Madrid.
Joaquín Sabina, Pongamos que hablo de Madrid

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Las llamadas quedaban registradas como perdidas en unos móviles que habían sobrevivido a sus dueños. Mil y una músicas diferentes se mezclaban y bailaban al son de una danza macabra en unos andenes invadidos por hierros, ladrillos y cristales. Las primeras notas en sonar correspondían, a veces las casualidades son crueles, al Himno de la Alegría. Pronto se escuchó el ritmo metálico de la Bulería más rayada en los “40 principales” y no tardó mucho en sonar una caótica sinfonía de móviles desesperados. Los tonos se repetían una y otra vez sin que nadie cogiera aquellas llamadas que se quedaron en perdidas. Nadie podía. Me daban ganas de levantarme del suelo y coger una a una las llamadas y decirles la noticia que no querían oír, pero que todos esperaban. Pero yo tampoco podía. No podía levantarme de un suelo desconchado y manchado en rojo, no sentía las piernas. La verdad es que no sentía nada, ni siquiera dolor. Lo único que sentía eran aquellas músicas, tenues y apagadas, por debajo de un zumbido ensordecedor que viaja desde mis tímpanos hasta el cerebro sin dejarme pensar con claridad. Y no tardaron mucho en unirse a esa siniestra sinfonía de móviles las sirenas chirriantes que anunciaban el peor de los presagios por media ciudad.
A mi alrededor vi Jerusalén, vi Bagdad, vi Estambul; pero no vi nada que se pareciera al Madrid que yo conocía. Por las paredes reventadas se retorcían unos hierros aún humeantes de un fuego apagado con sangre. Sobre mi cabeza, no tenía otro techo que no fuera el cielo. En el suelo la catenaria derribada agonizaba a mi lado. Y mirase donde mirase no observaba otra cosa que un Apocalipsis adelantado. A mi izquierda, a mi derecha veía caras mutiladas, sangrantes, rajadas, reventadas. Caras que durante los últimos años veía día sí y día también, caras que se habían convertido en mi rutina, una rutina sucia y repetitiva; pero que era mía y que nadie tenía derecho a arrebatarme. Fijé mi vista en la mirada extraviada de una monja que estaba apoyando la cabeza en un cristal inexistente. La había visto todos los martes y jueves en ese mismo vagón. Yo sabía que ella daba clases de religión en un colegio de Vallecas y ella sabía que yo trabajaba como cajera en un Día. Nunca habíamos hablado, pero las dos lo sabíamos. Comenzó a vomitar sangre y me di cuenta de que de su estómago para abajo ya no había nada. Y muy pronto su mirada, antes extraviada, quedó suspendida en algún punto entre el infinito y el vacío.
Busqué al padre y al hijo que acostumbraban subir en la estación de Alcalá conmigo. Tardé en encontrarlos, pero también estaban. El padre, peruano, trabajaba de camarero en una cafetería en Embajadores. Era simpático, muchas veces habíamos hablado mientras esperábamos en la estación; cierto es que de cosas banales, pero habíamos hablado. Siempre me saludaba y me había acostumbrado a que en las duros madrugones de invierno, su cara regordeta y redonda me diera los buenos días con su particular acento en la estación. La verdad es que no sé por qué comenzó a saludarme, ni por qué me hablaba cada mañana, pero tengo que decir que esa cercanía y amabilidad por las mañanas me ayudaba a afrontar el duro día de mejor humor y con mejor carácter. Allí estaba en una postura inimaginable, grotesca, violenta, despanzurrado por un cristal de la ventana que le atravesaba de pecho a espalda como una espada. Su hijo, de escasos cinco años, estaba a su lado, dándole la mano y quieto, muy quieto. Tan quieto que parecía una escultura. Y ni una gota de sangre, ni un cristal, ni ningún gesto de dolor tapaba una gran sonrisa muerta en su rostro moreno.
Traté de encontrar con la mirada a aquel viejo malhumorado y cabreado, que todas las mañanas no hacía otra cosa que protestar por todo mientras escuchaba por el transistor a Iñaki Gabilondo. Lo odiaba a muerte, no lo soportaba. Decía en voz alta, a nadie en concreto y a todos en general, que era un manipulador, un rojo y que no tenía ni puta idea de periodismo. Que si se lo encontrase un día por la calle, le daría su merecido. Sin embargo, todas las mañanas lo escuchaba. También estaba. Quemado. Carbonizado. Humeando... allí a mi izquierda, a apenas siete pasos de mi. Lo reconocí por la radio que aferraba intacta entre sus dedos chamuscados y que todavía parecía encendida, emitiendo la voz de Gabilondo que seguramente ya estaba avisando a España de lo que había pasado.
Vi al ciego que todas las mañanas subía con sus cupones colgando y su gafas de sol. A su perro lazarillo estaba a su lado, como cada día, haciéndole compañía y sirviéndole de ojos. Vi a Asier, el chico vasco que había venido a estudiar periodismo a la universidad Carlos III y con el que en más de una ocasión había tonteado. Era moreno, alto y muy guapo. Gastaba una media melena desaliñada, pero cuidada y una barba de tres días que le hacía muy interesante. Vestía siempre con camisetas y vaqueros y cubría su cuello con uno de estos pañuelos árabes, palestinas, creo que le llaman, así como la de Arafat, negro y blanco. Solíamos charlas todos los días por las mañanas un rato, contándonos pequeñas cosas para ir conociéndonos mejor antes de dar un paso que no íbamos a tardar en dar pero que ya no podemos Sin embargo aquel día no hablamos, no sé por qué no, pero no hablamos. No nos dijimos nada, no intercambiamos anécdotas, ni risas, nada. Y lo reconocí por la palestina. También estaba una chica algo mayor que yo con su hijo montado en un carrito de bebé. La veía todas las mañanas con su hijo desde hacía unos meses. De ella no sabía nada, no era más que otra pasajera anónima cuya cara conocía por repetición, por verla cada mañana. De su hijo sabía su nombre Marcos, Marquitos, le llamaba su madre cuando se ponía a llorar. Le cantaba una canción infantil, me parece que era en gallego, pero no estoy segura y luego le decía “Venga, Marquitos, ya pasó”, y el querubín dejaba de llorar y se reía. Recuerdo que me molestaba sus lloros todas las mañanas, me ponía bastante nerviosa; pero la verdad es que aquella mañana no escuchar sus lloros me hizo llorar a mí. Ver aquella sillita de niño llena de trozos de metal, cubriendo a Marquitos, es una de las imágenes que más me persigue desde aquella mañana de marzo. Imágenes que se repiten cada vez que cierro los ojos y que se cuelan en mis sueños convirtiéndolos en pesadillas.
También estaba un señor bajito y con bigote que tenía un gran parecido con Aznar y que todos los días iba vestido con un traje desgastado, pero que aún aparentaba nuevo. Debía andar por los cincuenta y tenía la mirada triste y desesperada, la mirada de un hombre que se pasó media vida trabajando en una empresa de seguros que terminó dándole una patada en el culo, poniéndole en la cola del INEM. La mirada de desesperación que tiene un parado cincuentón que sabe que nadie le va a dar un trabajo decente para mantener una familia que aún no sabe la verdad. Una mirada que yo veía en demasiados ojos cada día en ese tren. Allí estaba también, tirado en frente de mí con su traje desgastado quemado y con el cráneo reventado, aunque con el bigote negro bien limpio destacando entre tanto rojo sangre.
Centré después mi atención en los restos que quedaban de tres chicos negros que habían subido en el apeadero anterior y que hablaban en francés. Nunca antes los había visto en aquel tren, pero me fijé en ellos porque iban vestidos con unas túnicas verdes y naranjas con un cuello de pico que dejaban ver su pecho esquelético. En los pies no llevaban zapatos, sino unas especie de alpargatas artesanales que dejaban al aire sus dedos. La cabeza la llevaban cubiertas por un gorro verde chillón, salpicado por círculos naranjas a juego con sus túnicas. No sé por qué me llamaron tanto la atención aquella indumentaria, si tenía visto a mucha gente vestida como ellos por las calles de Lavapiés. Quizás fue ver tanto colorido en un tren de cercanías donde la gama de colores predominante iba del negro al marrón, pasando únicamente por un gris intermedio lo que tanto me llamó la atención. Los tres colgaban a sus espaldas unos mochilones grandes, pesados y viejos cuyo contenido descubrí después de la explosión, cuando sus mochilas se quemaron y dejaron al aire una manta enrollada y un montón de cajas de cedés piratas. Iban a trabajar, como todos los que estábamos en el vagón. Quizás al Retiro, al Parque del Campo del Moro y habían madrugado para aprovechar el día. O quizás no iban a ningún parque, a lo mejor simplemente iban a ofrecer los discos de bar en bar y de cafetería en cafetería desde primera hora de la mañana. Lo único que sabía de ellos es que iban a trabajar como cualquier otro que se subía ese tren.
Todo había pasado muy rápido, demasiado rápido como para saber lo que había pasado. Tan rápido que me cuesta distinguirlo de una pesadilla. Aún a día de hoy no sé hasta dónde llega la realidad, si realmente fue real. Tan rápido. El tren llevaba retraso, un retraso de tres minutos, algo normal y con lo que todos los madrileños contamos al subirnos a un tren de cercanías o a un vagón de metro. Estaba en marcha, debíamos a estar... yo que sé... a quinientos metros de Atocha, cuando sin más ni más se escuchó un estruendo enorme que se escuchaba al mismo tiempo tan cerca y tan lejos que todos nos callamos y no pudimos tan siquiera gritar. Las lunas del tren comenzaron a vibrar y a temblar hasta que cedieron y se partieron en una profunda lluvia de cristales que acuchillaron el silencio tenso que reinaba en el tren convirtiéndolo en un mar de gritos y berridos doloridos de pavor y miedo. Las luces se apagaron y el tren fue frenando poco a poco, y repentinamente otro estallido, ahora muy cercano, se sobrepuso a los gritos y paró el tren en seco. Una fuerza invisible me golpeó y me echó varios metros hacia atrás por encima de las cabezas de mis compañeros de viajes. Pude ver, ya desde el suelo y rápidamente, como el techo del tren se abría como una simple lata y saltaban por los aires brazos, piernas y tendones acompañados por una espectacular llamarada que parecía procedente de las mismísimas entrañas del infierno. Todo fue muy rápido y no sé hasta que parte es realidad.
Después de la explosión, pude escuchar gritos de mujeres, lloros de niños y llamadas a la calma. Escuché ruido de carreras, lamentos de heridos y pisadas sobre cristales. Luego, silencio. Un silencio duro de soledad en los que vi los rostros, los restos y la desgracia de mis compañeros de madrugón esparcidos por todas partes. Un silencio duro que sólo duró un instante, un leve instante, pero que pareció eterno. Pronto pude escuchar el ruido de los móviles pidiendo una respuesta que no llegaba, el ruido de unas sirenas que se acercaban por todas partes, las voces anónimas de personas que se acercaban y que ayudaban, pero sobre todo el ruido de un zumbido intenso que se paseaba por mis oídos y mi cabeza como un peregrino por el camino de Santiago. Poco se alargó ese silencio, pronto me llevaron a un hospital y poco a poco pude enterarme de lo que había pasado. Me explicaron que habían sido unas bombas. Me explicaron que mis heridas en las piernas eran leves. Pero lo que nadie me pudo explicar aún a día de hoy es por qué esa mañana gris de marzo habían quedado en Atocha la Muerte, el Desencuentro y el Odio.